El día que empecé a ponerme las pilas
Mi pasión por la actividad física empezó desde muy chica. Mi
hermana y yo éramos fieles soldaditos de los grupos de caminata barriales donde
una de las socias fundadoras era nuestra querida madre. Salíamos “con la fresca”
a dar la vuelta al perro por el parque industrial, subíamos la pasarela que
atravesaba la panamericana (¡hasta dos veces si el grupo estaba motivado!) y
volvíamos ya no con tantas fuerzas pero con ganas de tomar unos buenos mates al
llegar. Una gran motivación en el verano era llegar a casa para ver la novela
de la tarde degustando un menú muy gourmet:
Entrada: sopa con levadura virgen, semillas, salvado de
avena y germen de trigo.
Plato principal: tomate con provenzal y queso port salut.
Délicieux! Me parecía increíble y ahora que lo pienso a mi
mamá no le hacía tanta gracia. La diferencia radica en
el “querer” y el
“deber”.
A los 12 años, las tres nos anotamos en el gimnasio del
centro para “ponernos las pilas”. Compartir ese tiempo con ellas era
maravilloso. Generalmente íbamos caminando desde casa hacia el pueblo bien
temprano porque más tarde había que estar disponible para “hacer las cosas”. A
veces con mi hermana íbamos en bicicleta y mamá caminaba por el costadito de la
calle porque las veredas estaban planificadas para el año 2050. ¡Cómo extraño
andar en mi playera verde! Años más tarde me la robarían sin piedad y ya no
compraría una nueva hasta la actualidad.
El gimnasio era un lugar de encuentro de mujeres. Al
ingresar, pasábamos rapidito por una parte de musculación imagino que por
timidez y allí estaba Nancy, la profe, siempre sonriente, con el salón perfumado
de sahumerios y música noventosa a tono. Recuerdo que la cuota del pase mensual
era de veinticinco pesos e incluía aparatos. Me pregunto qué podría comprarme
hoy con ese monto (siempre que consiga una moneda de cinco pesos para que no me
enchufen caramelos u otros productos similares).
Los Lunes eran exclusivos de Steps azules a los que teníamos
que colocarles, antes de empezar, las gomitas en la base para que no se
deslizaran. Los miércoles eran días
intensos de trabajo de piernas y yo hacía mis ejercicios con ímpetu preguntándome
si algún día llegaría a tener los glúteos de mesa ratona de Nancy. Los viernes
por fin llegaba “la joda” donde como
desacatadas que eramos, lo dejábamos todo interpretando “moviendo las caderas”.
De vez en cuando, nos quedábamos después de hora festejando cumpleaños con
tortas nada lights pero sin culpas porque las habíamos quemado antes.
El regreso después de un día intenso de actividad era
premiado en varias ocasiones por una buena película alquilada en el video club,
siempre tomada de las películas de los estantes de abajo o fuera del cuartito
especial, por supuesto.
Ese fue mi primer vínculo formal con la actividad física
luego de la clásica gimnasia del colegio y de los numerosos juegos y correteos
de la infancia. Siempre rodeada de mujeres más grandes de edad, de experiencia
y conocimientos.
Hoy soy atleta y profesora
y me pregunto si mi mamá se dará cuenta de lo importante que fue para mí
ese empujón a “ponernos las pilas”.
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